Gastronomía

Marina Beltrame, la primera sommelier con título del país

Por Tamara Herraiz * La primera persona en ejercer el oficio de sommelier profesional en la Argentina fue esta mujer. Así es, un hombre no, ella. Es fundadora y directora de la Escuela Argentina de Sommeliers (EAS), la que abrió sus puertas en 1999, hace exactamente 20 años, en Buenos Aires. Hoy tiene sedes, también, […]

Por Tamara Herraiz *

La primera persona en ejercer el oficio de sommelier profesional en la Argentina fue esta mujer. Así es, un hombre no, ella. Es fundadora y directora de la Escuela Argentina de Sommeliers (EAS), la que abrió sus puertas en 1999, hace exactamente 20 años, en Buenos Aires. Hoy tiene sedes, también, en Mendoza, Costa Rica y Panamá.

Hasta acá la formalidad de sus logros, pero lo mejor de todo esto es la encantadora historia de cómo llegó a convertirse en la primera experta en vinos de nuestro país. Marina había estudiado hotelería. “Era una carrera nueva en el país, y nunca se me hubiera ocurrido si no hubiese sido por mi tía, que me lo sugirió”, recuerda.

Pasó por distintos sectores y se inclinó hacia el área de alimentos y bebidas. Fue rotando de hoteles, como suele pasar en los comienzos, viajó muchísimo hasta que un día volvió a Buenos Aires, a trabajar en el restaurante de un importante hotel.

Cuenta Marina que su trabajo era el servicio a los comensales y que había un huésped empresario que siempre hacía sus reuniones en el restaurante. Era imposible no escuchar de lo que hablaban, porque este señor hablaba muy alto. Las conversaciones siempre giraban en torno de vinos y de bodegas.

“A mí me gustaba el vino y quería aprender más para poder brindarles un mejor servicio a los clientes”, comenta y aclara que en esos años no existía en el país la figura profesional del sommelier y menos un lugar donde estudiar: “Había elegido muchas veces en los francos ir a San Rafael, Mendoza, para visitar las bodegas, en un tiempo en que no existía el turismo vitivinícola que hay hoy. No era fácil entrar en una bodega. Yo pensaba que, si trabajaba en un restaurante y tenía que abrir vinos, no entendía nada. Quería aprender y no me dejaban entrar”.

Pero un día charlando con este señor sucedió lo inesperado. Él le dijo: “Si te encanta el vino, ¿por qué no hacés algo con eso?”.

Marina detalla el momento y se emociona como si lo estuviese viviendo de nuevo: “Me hablaba de una carrera de formación en sommellerie; yo nunca había visto un sommelier. Me dijo que tenía que ir a estudiar a Francia. Yo no tenía pensado viajar ni cómo costearme eso, no sabía por dónde empezar, eso le dije”.

Pero el señor de los vinos la convenció, porque le aseguró que le conseguiría una beca, le dijo que juntara plata para el pasaje y que se vaya a estudiar a París. Y así fue como a los pocos días el misterioso hombre volvió con la noticia de que ya tenía la beca para ella. “La verdad –dice- yo desconfiaba, mi familia estaba preocupada pero me la jugué y me subí al avión, con pasaje de vuelta, por las dudas”.

Así fue como de un día para el otro Marina estaba en París estudiando para ser sommelier en la École de Métiers de la Table. “Era todo verdad lo que me había dicho. Fue mágico. Estaba tan feliz de que alguien desinteresadamente me hubiese ayudado que quise conocer al director de la escuela para agradecerle la beca. Pedí una reunión y luego de esperar bastante me atendió. Empecé a hablar y el director, muerto de risa, me dijo: “¿Qué beca? ¿Eso le dijo su amigo? Georges Sabaté (así se llamaba su mentor) paga sus estudios, no es una beca, agradézcale a él. Insólito”, recuerda.

Marina no lo podía creer: “De inmediato llamé a Georges sin entender demasiado. Y todavía me suenan sus palabras: ´Si te hubiera dicho la verdad no hubieras ido, dejá de agradecer y estudiá´. Volví a la Argentina y me empezaron a llamar de las bodegas”.

George era un productor de corchos europeo, un visionario que había detectado el crecimiento que atravesaba la industria local y se dio cuenta que iban a hacer falta sommeliers para recomendar la gran variedad de vinos de calidad que comenzarían a verse en la Argentina. Por eso, cuando Marina llegó con su título la demanda fue inmediata. Esas cosas que pasan en el momento justo.

Cuenta la entrevistada que cuando volvió de París, se la pasaba corriendo de bodega en bodega y la llamaban también de restaurantes para capacitar a los mozos y camareras. Resultó ser que daba capacitación itinerante. Hasta que un día pensó que lo mejor sería tener un lugar donde reunirlos a todos y así no tener que correr de acá para allá. Así de simple y sencillo fue que nació la Escuela Argentina de Sommmeliers: “No estaba en mis planes. En realidad, soñaba con una cadena de hoteles –reconoce-. La necesidad surgió y yo estaba allí para cubrirla. Un día dije, ¿por qué no armo un espacio para que la gente venga? Ahora parece obvio tener los vinos a temperatura y las copas adecuadas, pero en ese entonces nadie hablaba de eso, ni siquiera había copas de cata. Era 1998. En el ´99 armé la escuela”.

El mentor de Marina nunca le pidió nada a cambio, fue un enorme gesto de generosidad del que la maestra sommelier estará eternamente agradecida. Un gesto que le cambió la vida. Contrariamente al prejuicio instalado, ser sommelier y mujer fue una gran ventaja, dice: “Me di cuenta en la marcha cuando iba tímidamente a ver a los bodegueros. ‘¡Pero no lo puedo creer, una mujer sommelier!’, me decían. Me abrieron sus puertas. Les pareció que si el prototipo del vendedor de vinos era mujer podría vender más y mejor. Creo haber contagiado a muchas mujeres. Al principio, cuando venían de las bodegas a dar clases se sorprendían al ver a tantas mujeres. En Europa todavía hay más hombres en la sommellerie. Acá, en cambio, hay más mujeres”.

Marina Beltrame no nació en cuna de oro y, si bien sus padres venían de haber tenido buenas épocas, su abuelo de parte de su madre había sido el creador de ATMA, lo cierto es que siempre vivieron como trabajadores de clase media. A este dato se le suma que es hija de padres hipoacúsicos por lo que su infancia y adolescencia no fueron como la de los demás.

Marina aprendió y sabe comunicarse de una manera diferente. “Ellos no manejaban la lengua de señas. Eran oralistas. Leían los labios. Y el tacto también. Para llamar a alguien tenías que tocarlo. El tocarte significaba que necesitaban algo”, cuenta Marina, una emprendedora y una gran luchadora, mamá de Maia (10) y de Teo (13), que logró destacarse con su sensibilidad y paciencia en el arte enseñar los sabores y aromas del vino.

* Autora de Al Rojo Vino «Mujeres extraordinarias que revolucionaron la cultura del vino en la Argentina»